sábado, 17 de mayo de 2014

CAFETINES



Todavía, en un lugar del mundo

En la esquina de Caseros y Castro Barros hay un cafetín que, ya sin entrar, a uno le vienen ganas de rajar a otra época, especialmente si es la tarde noche de un día de semana, donde las bocinas y las luces de las sirenas aturden y enceguecen el alma. Uno lo ve y piensa: “Me voy a refugiar del mundo de hoy en este antro de ayer”. Y no se salva del mundo; adentro conviven obreros, ladrones, policías, muchachos y pibas que uno no sabe bien qué les esperará en la vida. Y alguna vez noté alguna prostituta. Con esto no me refiero a que el cafetín es un sucucho donde van a parar los desdichados, expulsados y miserables de la ciudad. No. No sólo no es un sucucho: paso, entro, me pongo en una mesita al lado de la ventana y pienso que es un palacio. Más lujoso que un palacio y todo el bronce lustrado que ahí pueda haber. El olor a café, las pocas luces y la sencillez del lugar, relajan. Entonces el policía deja de vigilantear al ladrón, el ladrón deja de mirar al cana con asco, el obrero deja de indignarse con las corrupciones de ambos y las parejas dejan de pensar en sus diferencias y hasta abandonan el telefonito en sus bolsillos. Hay un respeto que no hace falta aclarar. Ante el primer desubicado que se pusiera a hacer escándalo, habría no un reproche del mozo, sino las miradas de todo un lugar.
Roberto Goyeneche, sobre Aníbal Troilo: “El Gordo me decía: ‘Hay que contarle al público; no cantarle. De cantar se encarga la orquesta.’ Pichuco me enseñó a cantar las comas, los puntos; a no acentuar equivocado… “.  Escuchando la interpretación del Polaco en tangos como Melodía de arrabal o Volvió una noche, me pongo a pensar que este cantor supera a la música y uno lo escucha leyéndolo. Goyeneche es literatura pura, sutil, meticulosa como la pluma de Borges o Sarmiento. Y dirá algún inoportuno: “El tango es Arltiano más que Borgeano, ¿y qué tendrá que ver el conservador de Sarmiento?”. Bien, no hace falta más que leer el principio, sólo el prinicipio del Facundo para corroborar que nada tiene que ver ser o no un conserva, sino un gran contador en el arte de las puntuaciones. Y eso hace Goyeneche cuando le  bate al público: “Mentira, mentira, / yo quise decirle, / las horas que pasan ya no vuelven más…”. Imposible, aún sabiendo la versión de memoria, seguirle el ritmo. Entonces uno está obligado a escucharlo sin cantar junto a él. Y volverlo a escuchar, hasta llegar a leerlo.
Al Polaco se lo lee, no se lo escucha. Y eso hacen los cafetines como el de Castro Barros o el de la calle Constitución, a cuadras de la querida plaza Martín Fierro, que fue escenario en una escena de la película El secreto de sus ojos. Este otro café, abandonado pero vivo. Nunca me atreví a entrar, y ahora se me viene a la cabeza “Bajo la quieta luz de un farol”, como la canta esa “garganta con arena”, con esa rapidez por lo común, algo que está ahí y ya. Algo bien suyo pero intocable.
 Así que dejémoslo ahí.

Como si nunca…

Béliz –llamémoslo así- en la adolescencia era un clásico atorrante. Robaba primero bicicletas, más tarde a mano armada; peleaba con los pequeños reos del otro bando y con los suyos también. Le encantaba jugar a romperse la cara con alguno que lo mirara de costado o le dijera cualquier atento a su moral. Lo conocí cuando en la otra cuadra del café, había un kiosco con metegol. Ahí se ponía  jugar con los suyos y tenía la graciosa manía de comer de una bolsa de alimentos para perro. Cuando uno lo quería embromar, él agarraba otro puñado y se lo morfaba de a poquito. Siempre nos mirábamos con respeto, hasta que una noche me senté cerca de él y empezamos algo parecido a una amistad, que no duró muchos años. Ahora tiene el cuerpo marcado de gimnasio, la cara algo erosionada por las mañanas eternas de sus días y leves ojeras que le dejaron las drogas (por frecuentarlas de temprana edad). Me dice que “ya no la hace más”, y le creo. Está tranquilo con su noviecita, una mina de barrio que se ríe todo el tiempo al imaginar, seguramente, cómo estos dos personajes tan distintos alguna vez fuimos similares. Toman jugo exprimido y un cortado. Me invitaron a sentarme y, como suelo andar solo, no pude decir que no. Tampoco quería pensar en una excusa.
Charlamos de cosas que no tienen mucho sentido o diplomacias en general; “Se te ve bien”, “¿Qué anduviste haciendo todo este tiempo?” y otros lugares comunes. No me parece preguntarle si todavía ve a los otros, no quiero saberlo y casi no salvo ya a vagar por sus mismas cuadras. Sin embargo, acá estamos, como si nada hubiera pasado, como si a mí no me hubiera tirado del ring nunca la vida y como si él todavía jugara a partirle la jeta a algún infeliz.
-Disculpen, me voy a leer un rato.
-Dale, Lucas. ¡A ver cuándo nos juntamos!
Digo que sí, no queda otra. No en ese café y enfrente de su mujer. Pienso: “Ahora tengo prontuario de demagogo”.

Ayuda en el nuevo mundo

Panza (con él no hace falta disfrazar nombre, por lo que contaré ahora y porque nunca –creo- estuvo en la ilegalidad) tiene un taller en el barrio. Y es, como su apellido, panzón, robusto, de piel apenas más clara que el café que se pidió y vestimenta descuidada. No está vestido de taller esta tarde en que lo vi. Me saluda y me agradece por la ayuda del otro día en el locutorio, en el que le di una mano para buscar a su hija. No fue una tarea fácil, Panza nunca en su vida había tocado una computadora, ergo, había que hacer un mail y luego un Facebook.  Pero lo más loco para un pibe de ahora como el que escribe: usar el mouse, el teclado. Explicar todo de cero. Estuvimos algo así como una hora, fracasando en el intento, ya que nunca encontramos a su hija y él no volverá a usar esa cuenta, me dijo, no pudo acordarse lo aprendido.
Con él conversamos en el pool, parados cerca de su mesa, me invita a jugar y le digo que no, que me aburre y no soy muy bueno, que no es un buen día para pasar papelones. Me cuenta que suele jugar con un policía, amigo suyo. Le cambio de tema diciéndole algo que a él le parece extraño, por lo común. Una paradoja de la vida:
-Qué lindo, ¿no? Qué lindo irse de todo esto –y miro afuera, a través del ventanal-. Vos te quejabas de no saber usar la máquina, pero mejor, tendrían que haber más lugares así como éste, pero es tarde, quedan pocos y van a quedar menos.
Me palmea, se ríe y me siento un desquiciado. Panza nunca abandonó los cafetines y su taller. Nunca, hasta hace unos días, tuvo la necesidad de contactarse con gente por internet. Ni siquiera tiene celular. Ni siquiera el viejísimo Nokia que yo tengo. Este lugar, es todo suyo. Bien suyo. Gente diferente, de distintos palos, que ahora me comenta, los conoce a todos cuando le pregunto del cana al que le ganó y, según él, tiene de hijo. Se contradice en decir que odia a los chorros pero es amigo de varios ladrones que vienen acá. M pregunta a qué me dedico, le digo que me gusta escribir y vuelve a reírse, como si nunca, en ese lugar, alguien le hubiera dicho eso. Como si el café mismo fuera, como Goyeneche, la literatura.

Un día felizmente solo

Entro.
Está algo vacío el lugar, lo supe desde la calle, pispeando; si había alguien, seguía de largo. Ninguna cara conocida. Esta vez quiero disfrutar de la magia que me causa estar en esta cueva arrabalera.  Voy hacia el fondo, donde me suelo poner a anotar en el cuaderno lo que miro desde la ventana. Imagino algunas situaciones y me invade. Miro a dos pesados e imagino que uno es el tira que suele jugar con Panza al pool. Entran y me río. Si estuviera en otro bar, posiblemente todo me perezca horrible. Ellos allá, yo acá.
Cada uno en lo suyo.
Lo que pasa afuera, desde adentro, parece y tal vez sea, una mentira para masacrarnos.





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