sábado, 5 de abril de 2014

Como si fuera un crimen (crónica de la vuelta al teatro)

"La odio con toda 
la fuerza de mi alma
y es tan fuerte mi odio
como fue mi amor"

Del tango Rencor (1932, Luis César Amadori)


El exilio

Después de un año sin siquiera leer una obra de teatro, por conversaciones con algunos actores y frecuentadores en sí de este arte, decidí volver.
Había sido expulsado, por razones que aún desconozco, de un taller de dramaturgia. Mi entusiasmo hurgaba lugares tan intensos que, al llegar a la casa de esta persona para cursar, me limitaba a escuchar y realizar los ejercicios en cuestión. Cuaderno, birome y calladito la boca hasta el momento en que debía decir algo al respecto, que tuviera que ver con lo que Ene (llamémoslo/a así, no hace falta volverse alcahuete) proponía.  Ni opiniones ni chistes. Nunca tuve límites, pero esta vez me dije “nada de relacionarse, acá se viene a aprender”. Había creado un alumno y un profesor en mi cabecita. Un profesor bastante severo y un alumno de primera fila con el pelo engominado y prolijo, y los ojos puestos en el pizarrón.  No costaba, puesto que tenía casi una hora de viaje en colectivo, pensando, riéndome solo como un loco de la guerra, gritando en mis adentros mientras miraba sin ver el paisaje a través de la ventanilla de mi querido Buenos Aires. Sólo me detenía a melancolear cuando el bondi agarraba un empedrado. Siempre fui sensible a los empedrados, especialmente con el ruido de la goma arrasando en éstos. Con ese temblor, recuerdo mi adolescencia en la calle Querandíes (Almagro) y todas las farras que se armaban en esa cuadra, hoy invadida de soledad. Parece mentira, pero la fiesta se terminó.
Los ejercicios me abrían la cabeza; Ene sabía lo que hacía. Nos hacía, por ejemplo, observar el comedor  para luego anotar una escena ahí. O un escenario, algo que pudo haber pasado en ese mismo lugar años atrás, cuando no era la casa de esta persona. Puedo decir que tenía un poder de concentración importante. Hace poco, con dolor, veía los ejercicios y me dije “qué bien, me lucí un poco”. Algo extraño; suelo querer quemar las cosas que escribo en el pasado a las chapas. Pero termino guardándolas para mostrárselas a algún amigo y así decirle con una cínica sonrisa: “Mirá, viejo, mirá qué porquerías que escribía, qué desgraciado que soy”.
 Todo terminó en una mañana lluviosa. Había llegado un poco tarde y de inmediato sentí las miradas clavadas en mí. “Dejate de joder, no seas paranoico, acá sólo viniste a aprender”, me decía y repetí mientras colgaba la campera, saludaba y los miraba de reojo para descifrar algún desdén. Me senté y me dispuse a escuchar las escenas de las posibles obras de los demás. Buenas, malas, interesantes. Hubo de todo. Y me tocó a mí. Leí olvidándome lo que había pasado al entrar. Leí olvidándome del mundo, concentrado en eso que había creado. Terminé, críticas de los demás y el turno de Ene. Fue un tanto duro/a, eso me gustó. Me gusta que sean duros conmigo cuando de arte se trata. Pero cuando quería explicarle lo que quería hacer (ya que no era algo terminado, sino una “maqueta”), me repetía:
-La obra sabe más que el autor.
Estuve de acuerdo. Muy de acuerdo, pero no me dejaba hablar. En un momento la voz de una persona quería ser más fuerte que la otra y me condenó a modo amenaza o llamémosle cachetazo, para que me portara bien:
-Si no te gusta, de onda te digo, no vengas más.
“De onda”… esas dos palabras resonaban como balazos en mi cabeza. Me quise ir pero no tenía dónde ir. No era una buena mañana para perderse en las calles, estaba lloviendo y por esos lares está repleto de gente, siempre fui fóbico a las multitudes. Así que me calmé y traté de explicarle que tenía en cuenta lo que me decía, pero que escuchara que quería hacer cierta cuestión. Y me volvió a decir:
-De onda te digo, Lucas, si no te gusta, no vengas más. La obra sabe más que el autor…
No dije ni una sola palabra más. Lo que faltó para que terminase todo, para que no volviera a ver nunca más a esas personas de la vergüenza, fue eterno como poner una semilla y sentarse a ver que algo pasara. Que un árbol creciera. La impaciencia me hizo transpirar, tocarme la cara. Me puse en un estado detestable. Ene nos había mandado una obra para que leyéramos en nuestras casas. Una obra genial que me moría, en el colectivo, por comentar algunos puntos. Pero ni siquiera me pidió opinión.
Por mucho tiempo, tuve odio a todo aquel que tuviera algo que ver con el teatro. Un odio irreconciliable los primeros meses. Pero el odio se transformó en amor. Y vencí a mis fantasmas cuando volví a ver a esa persona que me había echado a patadas del arte de la expresión. Hubo un momento tenso, pero me arrepentí y decidí dejar las cosas bien. Le regalé mi novela (que vaya a saber qué hizo con ella), me felicitó y me fui, prometiendo escribir buenas obras y dejar el resentimiento de lado. A las semanas le escribí para saber el motivo de su enojo aquella vez. 
Jamás me contestó. 


Volver

Un tocayo amigo fue esencial para que me dejara de mariconeadas. Se mataba de risa cuando le contaba mis motivos de porqué no había continuado escribiendo las obras que hacía un año, dejé a medias. Dijo que me presentaría algunas personas, que terminara de escribir lo que tenía y fuera a ver ciertas obras, que aprovechara que estaba en Buenos Aires, que aprovechara todo lo que había.
Dije que sí pero por dentro era no, no y no. Nada de actores, nada de dramaturgos, nada de directores. Nada de gente del teatro. Los odio a todos. Un odio, ahora lo veo, absurdo.
Hace unos días, mientras leía una página de Roberto Arlt, aprovechando el ocio que da el no cumplir una rutina por el momento, “vagando”, me topé con una obra que prometía, al menos estéticamente: “Como si fuera un crimen”, de Alfredo Martín, adaptación de un cuento de Arlt, “Tarde de domingo”. Yo había usado el título de ese cuento para una ironía en algo que había escrito, donde el personaje se metía en el fango. Justamente, el relato de Don Roberto también era sobre un hombre que estaba  mandándose al espesor negro de la vida, con una sonrisa dolorosa. Me pareció una linda casualidad. La que buscaba para volver, ya sin la frente marchita.
Pero vamos por partes.


Ironías de la vida

Primero vi las fotos. Estética de aquellos tiempos, fiel al cuento. Pelo engominado en los dos actores, peinados antiguos en las  dos actrices. Vestimenta discreta. Iluminación como faroles de luz amarilla. Yo me mando.
Quedaba a sólo unas cuadras de mi casa. Al salir, había mucho viento, miré hacia arriba y algo del pasado me golpeó. Podía oler la lluvia. Pero no me puede agarrar justo hoy la lluvia, justo hoy que vuelvo a ver una obra, me dije. Me había olvidado algo, así que subí las escaleras de mi edificio corriendo. Al volver a la calle, lloviznaba. Pensé en cancelar, pero me esperaba mi tocayo.
Caminé con mufa todas las cuadras. Pensando que no era la noche. Algo me iba a molestar e iba a terminar a los golpes todo. Las cuadras pasaban y seguía pensando con violencia, ¿cómo podía ser tan cínica la vida?
Llego al teatro y saludo a mi amigo. Adentro, la humedad me hacía transpirar, también los nervios, ya que había mucha gente de apariencia correcta. Me quejé de todo lo que pude y mi compañero de noche carcajeaba ante mi mente sucia y desgraciada:
-Esta gente es demasiado discreta –le dije.
Volvió a reírse y lamenté no haber comprado algo para tomar. Llegó la hora en que todos quieren ponerse primero para ingresar a la sala, justo vi el bidón de agua: nunca tardó tanto en llenarse un vaso, el agua casi que goteaba en vez de expulsar un correcto chorro para que la cuestión de llenara. El pibe me apuraba mientras le cortaban la entrada como diciendo “infeliz, nos coparon los mejores lugares”. Lo miré como diciendo ¡No ves que esta máquina es un chiste que me están haciendo!
Por suerte, tuvimos buenos lugares. Casi, casi nos primerea una pareja. Me senté, abaniqué un pedazo de cartón para tirar aire en la jeta y omé mi vaso de agua de un saque. Pensé en volver a llenarlo pero la chica ya había anunciado que apagasen los celulares. 
Y cerró la puerta.

Un té venenoso

Antes de la entrada, nos habían dado un té en sobre. El papelito de cubría el saquito tenía un dibujo con la cara de Roberto Arlt. Me lo guardé en el bolsillo. Me pareció extraño, no me acordaba que todo se debía a una invitación para tomar un té infiel, hasta que comenzó la obra.
Presentación de los personajes. Un Eugenio Karl (protagonista del cuento, interpretado en la obra por Mariano Scovenna) con pantalón de vestir y saco marrón; el pelo  algo ondulado con gomina y una mirada y sonrisa llena de tragedia que se pasa de rosca. Un ser trágico que asimila la oscuridad de su alma. Guillermo Ferraro es el encargado de los monólogos en la cabeza de Eugenio, también es Juan, el marido de la mujer que le propone ir a la casa a tomar un té a Karl, Leonilda. Esto descoloca al principio, después uno entiende a qué va esta voz torturadora. Su “fantasma” y el de la obra en sí junto a Daniela Salama Fernández, que es la ex esposa del protagonista. Brillantes ambos.
 Los dos hombres parecen ser las dos caras de Roberto Arlt: bastante altos, pelo hacia atrás, de un cráneo grandote, una figura en buena forma y espalda amplia. Eugenio tiene la cara perdida en la negrura, de pesimismo aceptado, casi cómico. Juan, en cambio, no pierde en ningún momento la seriedad. En los momentos de silencio en que sólo observa la obra, está mirando fijo con la frente fruncida para dar sombra a sus ojos. Es, a mi entender, el espíritu del escenario. El narrador. Hace del afectado, pero también del que escribió todo este mundo. La cara de la obra.
 Diálogos muy fieles a al cuento, excepto en algunas palabras que son demasiado formales y se han cambiado. Un acierto.
Leonilda (Natalia Vozzi) es una mujer que no tiene nada que perder. Se topa con Eugenio ese domingo por la tarde y, sin escrúpulos, le dice que su marido (Juan) no está en casa, y le propone:
-¿Quiere venir a tomar el té conmigo?
Y ante las vueltas del tipo, dobla la apuesta y mientras, las voces de Juan y la ex esposa de Eugenio empiezan a atormentar y narrar las mentes sucias de estos dos seres humanos.
La obra continúa y ya no me seco la cara, me olvido de abanicarme con el cartoncito. Por un momento estaba perdido, no sabía qué eran esas voces detrás de los protagonistas, pero al rato uno se acostumbra y se mete de lleno en esa miserable tarde de domingo. Y vuelvo a reírme, en silencio. Estoy sentado donde casi nadie puede verme, entonces puedo permitirme subir los cachetes cuando me acuerdo el momento en el que no sabía por qué me estaban dando un té con la cara de Arlt y ahora entiendo todo: Don Roberto golpea como el amor, como el odio más puro, el de un niño con cuerpo de hombre que ya no sabe qué es el bien y qué el mal. Que está tan envuelto en esa terrible y dolorosa angustia existencial que sólo le toca reírse e inventar este tipo de cosas… una tarde de domingo, la invitación a tomar el té. La traición de Eugenio a Juan (son amigos) que no llega a concretarse por un cinismo que traspasa el deseo. Y la voz de Samala Fernández, la voz de la mujer que ha dejado sin nada a un hombre resignado al fracaso. O que pudo salvarlo y se ha rendido a la carcajada de la tempestad.

Los cuatro actores estuvieron muy bien y la adaptación de Alfredo Martín me pareció maravillosa. No me gusta criticar punto por punto (para bien o mal) una obra cuando ésta hizo olvidarme del mundo y llevarme a los años ¿30?, Saliendo del teatro de Boedo con ganas de llegar a una mesa y charlar con mi amigo lo lindo que fue volver para no irse de este hermoso arte. 

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