Ruido y trajes
Mientras espero unos minutos debajo del edificio –en la insoportable esquina de Libertador y
Ramos Mejía, Retiro-, prácticamente sin data y sólo con esa corazonada que
viene de vez en cuando, al estar por conocer a un personaje poco común en esta
miseria de mundo, empiezo a dudar sobre mis intuiciones, pero después sabría
que vuelvo a dar en el blanco: Nicolás Alfredo Rojas por fin llega, con un
caminar humilde, y nos damos la mano. Es bajito, morocho y algo duro. Tiene
treinta y cuatro años pero parece varios menos. Una cordialidad que me hace acordar a la gente
del norte del país; pocas palabras, muchos gestos. Sonrisa timidona. Creía que
iríamos a un café a conversar, pero me palmea y me dice “vení, entrá”. Hacía
añares que no pasaba por una puerta giratoria. Él siempre, como buen anfitrión,
está dejándome pasar adelante, indicándome por dónde ir. Subimos unas escaleras
y por fin estamos en su piso, creo que fueron tres. Una señora de limpieza hace
un chiste algo atrevido en un pasillo como en construcción y, cuando se
desvanece el efecto de la frase de la tipa, nos encontramos en las oficinas,
colmadas de cuadros de Evita y Cristina. Una mezcla rara de formales de traje y
no tanto. Nicolás estaría en la segunda categoría; un buzo y un jean. Quiero
mirar más pero ya estamos en su despacho. Es amplio y hay olor a papel, que han
dejado las pilas de informes y vaya a saber qué. Y, cada tanto, vendría alguno
pidiendo permiso y dejando otro pilón. Él me invita a ponerme cómodo y despeja
algunas cosas que están en el escritorio.
El pibe se relaja en su asiento y por fin nos miramos a los
ojos. Tiene la mirada rojiza, marca de años de bronca y tristeza, pero también
de surtirse en el ring de la vida por los que menos tienen. Aún en los temas
más difíciles que contaré luego, no cambia la manera; siempre sostendrá la
misma forma de mirar. Sincero y tranquilo. Y un poco tímido.
Habla tan medido que se lo entiende perfectamente, como si
no quisiera subir ni bajar un céntimo el tono. Me adelanto a decirle de qué va
la charla porque no se lo había dejado claro y ya es hora de que supiera: sabía
que había pasado, antes de llegar a esta oficina, por muchas situaciones en los
márgenes sociales. Asiente y le pregunto si empezamos, sacando el grabador.
Dice que sí, se para y cierra la puerta; las voces de los otros abogados se
apagan. Pongo a grabar.
Y entramos de lleno a
su vida.
Crecer en los noventa
Cuando tenía catorce años perdió a su madre y ese hecho le
dejaría un tajo en el alma. Una adolescencia prácticamente inexistente. Para
muchos pibes no existe dicha etapa, se saltean, sin darse cuenta, varios
escalones y el dolor los lleva de la infancia a la adultez, sin muchos
recuerdos de juguetes. Algo así le pasó a Nicolás, que dice que fue muy duro
crecer ahí en su barrio, Tolosa, sin madre.
En algún momento le empezó a atraer la vida peligrosa; la
adicción a la adrenalina y el poder en sus manos: revólver empuñado en algún
lugar donde hubiera unos mangos, su grito, sus órdenes; el dueño de la situación,
siempre y cuando no lo agarrara la cana. Y el gusto particular por lo ajeno.
La sociedad parece estar atontada de cuentos sobre el bien y
el mal. Existe la adicción a las drogas, al alcohol y al juego. Sin embargo, y
cada vez más, pareciera que el que roba en este maldito planeta empresarial
dedicado a consumir y vender, merece ser abandonado en un cuarto húmedo y
sombrío por unos años, a base de golpes y verdugueadas. ¿Cómo saldrá después?
Eso parece no importar o ser un debate bastardeado porque, ¿qué pasaría si
estos malandras te matan un familiar? Y ahí termina la discusión para ellos. Lo
que le ocurra a esos seres en la calle y próximamente en la cárcel, no es tema
de los honestos. No es adicción, es condena. Y por una cartera, como tanto han
debatido, la pena de muerte.
Y Nicolás no fue la excepción: los días de no dormir
pensando en el próximo golpe y en el siguiente, con el corazón saltando en su
pecho, terminaron en 2004, cuando lo agarraron y en total tuvo que purgar tres
años en distintas Unidades.
Lo que no sabía, es que su vida iba a cambiar.
Unidad 36, Magdalena
-No hay que acostumbrarse –dice respecto a las cárceles-. El
primer año se sufre muchísimo. Después te va gustando el bardo. Pastillas y todo
eso. Lo que más hay en la cárcel, es droga.
El vino tumbero, conocido como “Pajarito”, y las pastillas, lo hacían delirar. Le pregunto si no se quebraba por momentos en ese estado y dice que no, que simplemente lo descontrolaban y hacían que el tiempo pasara más rápido. O que ni se diera cuenta dónde estaba. O se acostumbrara y ya, que es lo peor.
Raúl es un hombre que a fines del 2013 recuperó la libertad y está por recibirse, también como abogado. Estuvo casi veinte años preso y, para Nicolás, fue fundamental:
-Él me dijo “vení a estudiar; vos tenés que estar estudiando con nosotros”. Pero yo sentía que estaba traicionando a los que estaban conmigo, en el pabellón.
Estaba en uno de los pabellones que llaman “población” y no quería dejar a sus “ranchos” que, al recordarlos, dice que fueron su familia en el encierro. Compartían mates, almuerzo, tristeza, alegría… compartían todo lo que tenían para dar. Pero Raúl insistió y los muchachos que ranchaban con él, le dieron su apoyo. El más grande de todos le dijo:
-Nico, esto es superficial, dura lo que dura. Mañana rompen
el pabellón y qué vas a hacer… Si tenés la posibilidad de estar mejor, andate
para ahí.
Y así se fue y comenzaron, junto a Raúl y otros muchachos que recuerda con mucho cariño, a armar el Pabellón Universitario.
Pasó el tiempo leyendo a los chapazos y pensó que la
justicia tendría en cuenta su prepotencia volcada en el estudio; ya tenía el
secundario completo, había rendido algunas materias de derecho y no armaba
líos.
Pero no le regalarían absolutamente nada.
-Cuando tomás contacto con la educación, te cambia mucho.
Porque al tener un pabellón donde puedas estudiar y aprender tus derechos, a
ellos les generás un conflicto. Vos conocés tus derechos y entonces los hacés
valer. Y por eso siempre te ponen uno, dos o tres “secuaces” de ellos para que
te rompan el pabellón. El servicio penitenciaro los tira ahí para que tengan
conflictos con los que más mantienen el orden. Y así de ser un Pabellón
Universitario pasa a ser uno de “Población”.
Ocurrió que Miguel –uno de los presos del “Universitario”,
en la actualidad recibido como abogado- junto a Nicolás ganaron los sábados a
la tarde para salir a estudiar. Tuvieron que pelearla pero al fin lo
consiguieron.
Uno de esos sábados en los que tenían que salir, un guardia que estaba a cargo se negó a darles permiso. Miguel lo enfrentó con respeto y, al rato, el yuta cede a dientes apretados. Pero cuando todos estaban por fin yéndose, el mismo guardia, junto a otros, empiezaron a provocan a Miguel. Nicolás se solidariza con su compañero y todo queda ahí.
Se van.
Uno de esos sábados en los que tenían que salir, un guardia que estaba a cargo se negó a darles permiso. Miguel lo enfrentó con respeto y, al rato, el yuta cede a dientes apretados. Pero cuando todos estaban por fin yéndose, el mismo guardia, junto a otros, empiezaron a provocan a Miguel. Nicolás se solidariza con su compañero y todo queda ahí.
Se van.
Al regresar le dicen a Miguel:
-No, vos a Control.
La sala de Control queda en el medio de toda la Unidad 36, para ver todo lo que pasa en una vista panóptica. Miguel no venía, tardaba y el pibe pregunta por él:
-¿Qué pasa con Miguel?
-Le duele la muela, va a Sanidad –responde un guardia.
Cuando va a verlo, estaban meta paloteo al pibe entre varios ratis que se la habían jurado, preparado. Cuatro o Cinco. Nicolás, sin dudarlo, salta a defenderlo. Paliza para ambos.
Traslado a la noche hacia la Unidad 29, en Melchor Romero. Nido de ratas más inhumano que haya visto nuestro protagonista.
Sí, che, esto ocurre en Argentina
La nefasta Unidad 29.
Un depósito asqueroso, sin luz las veinticuatro horas. Agua
que se tomaba directamente de la letrina. Como desayuno, mate cocido servido
por ensañados y sucios, ya tibio o frío. Mientras más frío, mejor. Y acompañado
de un pancito miserable.
Allí se vive “engomado”, es decir en una celda y sin recreos. En constante castigo. El entretenimiento era el siguiente: “Telefonitos”, le llamaban a los agujeros en las paredes para comunicarse con los demás presos. “¿Eh, alguno de por ahí es de La Plata?”. Y a mirar hasta lo que no hay en las cuatro paredes. A sacarle todo el cine posible a esas paredes húmedas hasta que por fin llegaba el sueño.
¡Y vaya a saber qué se soñaba con tanta floreciente realidad!
Estudiaba y estudiaba. Hacía algo de ejercicio. Mantenía el bocho ocupado. Y para compartir ciertas cosas con los presos, como por ejemplo leche, que le llaman “vaca rayada”, desde la celda -pongámosle- “40” hacia la “2”, por una soga. La famosa “paloma” hacía su viaje y había que cuidarse si alguno quería adueñársela antes del destino. Y eso era motivo de una pelea abierta.
(Hoy en día, por exceso de muertes por distintas cuestiones,
esta Unidad ya no existe, pero es parte de una historia cruel)
El Guardián
Había una persona que siempre se interesó en él. Una persona
importante en la actualidad del país. Fue Juan Escatolini, ex preso político
durante la dictadura.
Cuando lo conoció, Juan era funcionario del Ministerio de
Justicia, y se sorprendía al ver cómo trataba hasta a los reos más temidos.
Tanto, que se preguntaba por qué. Una vez, Nicolás debía rendir y, entre tanta
burocracia y maltrato, no le apuraban el trámite. Telefoneó al funcionario y
éste se lo resolvió al instante.
Una excepción.
-Cumplía su función. Caía a las Cuatro de la mañana a una
Unidad para ver qué comían los presos. Entraba a la cocina y preguntaba: “¿Y
dónde están los cortes finos?”. Cada vez que llegaba a la Unidad, había una
revolución. Limpiaban todo, comíamos bien –cuenta.
Un día preguntó por Nicolás y no lo podía encontrar. Estaba,
justamente, en esa mugrosa Unidad 29, de la que fue trasladado y, cuatro meses
después, recuperó la libertad.
En medio de la charla…
El teléfono suena.
Por momento, lo vuelve a la actualidad de la oficina. Hace
dos años que está y todavía no se acostumbra al espantoso ruidaje de Retiro y
la locura de los trajeados. Dice que le gusta más estar por Tolosa, con los
suyos.
Cuelga. Vuelve a meterse en ese mundo de los recuerdos.
¿Dolor? ¿Tristeza? Su mirada, como dije al principio, no cambia.
Eso que llaman Libertad
En 2007, sale en libertad. Eso que llaman Libertad… para los
que tienen un buen fajo de billetes.
No fue fácil. No lo es para nadie.
Si bien lo han ayudado y ha estudiado, no es lo suficiente
para olvidar toda una vida llena de adrenalina y adicción. Además, adentro
muchos salen “perfeccionados” en el delito.
Primero buscó compañeros y empezó a planear el “laburo”.
Pero la policía, apenas salen los reos, es la primera en enterarse. Y uno de
ellos, antigua víctima en uno de los robos de Nicolás, se la tenía jurada. Y lo
siguió. Le hizo la inteligencia y lo
agarraron por una estafa. Estuvo sólo una noche preso: los policías cometieron
el error de pasarse de jurisdicción y volvió a salir.
Pero el policía, ex víctima de sus delitos, le advirtió:
-Más vale que agarres tus cosas y te vayas. No te quiero ni ver. Tomate el palo.
Nicolás fue a abrazar a su familia, hizo el bolso y se fue por unas semanas.
(Unos años después, se lo cruzaría como abogado, en un
pasillo, se mirarían a los ojos con rencor y cada uno seguiría en lo suyo)
Fue la última vez que cometió un delito.
El militante
Juan Escatolini nunca olvidó a Nicolás.
Al poco tiempo de su libertad, lo invitó a asados y a varias
movidas que hacían con Movimiento Evita, que tomaba como una aventura más, pero
nunca más dejó la militancia.
-Juan me invitó a una movilización, un Campamento Nacional. Me acuerdo que al principio yo me escondía detrás de la bandera, más o menos. No quería saber nada. “¿Cómo este pibe está allá arriba? Pibe chorro, en un acto”, pensarían. No, no quería saber nada. Cantaban la marcha y yo, NADA. Pero en el Campamento se leyeron documentos, fuimos a los barrios a hacer militancia territorial… ¡Volví transformado! Para mí la política, como a la mayoría de los jóvenes, era mala palabra. Y ahí entendí. Me aferré a la militancia y a mi familia. Que son cosas que en los 90 se perdieron.
Recuerda una discusión con su hermana, en la que le dijo que iba a ser Radical de grande. Estallamos de risa.
En 2009, en la casa de su padre en Tolosa fundó “Copa de
leche”, un centro de ayuda vecinal para niños.
Pero tampoco fue fácil. Las madres no querían dejar a sus
chicos con un “delincuente y drogadicto”. Pero Nicolás le metió tanto empeño
que esas mismas señoras, terminaron amasando junto a él.
Además, las distintas actividades, como la murga “Rompiendo
el silencio”, donde los pibes en vez de estar pensando en conseguir un fierro y
salir a asaltar, están entretenidos bailando y tocando el redoblante y los
bombos. También las Jornadas de fútbol infantil y ha laburado en distintas
cárceles. Y un tema que no se puede pasar por alto: la ayuda que todos
aportaron tras la terrible inundación, hace un año en La Plata, por sus pagos,
justamente. Con botes salían a rescatar, ellos, los que siempre fueron
bastardeados; se juntaron todos los pibes del barrio en una movilización que
muchos militantes de café ni siquiera podrían asomárseles. Ni en movilización,
ni tampoco en solidaridad, en un país tan acostumbrado a la caridad.
Pero ese es otro tema.
El abogado, día a día
Ya recibido, y con tanta militancia encima, tiene un
pensamiento:
-Mi profesión es el eslabón entre el vecino y la justicia. Y para mí, no está dado eso en los barrios. El abogado debería tener una función en el día a día.
Los vecinos suelen ir a consultarles por cuestiones laborales, accidentes, discriminación… y de ahí derivan con algún colega más especializado en el tema o avanzan (con sus compañeros de profesión).
Causas perdidas
Así apodó su ya amigo Juan Escatolini a las causas que la
sociedad le da la espalda, causas de las que nadie se ocupa. Una pelea contra
el sistema desde el sistema.
Por ejemplo: cuando le sacaron a los carreros el caballo y
fueron a protestar a la puerta de la Fiscalía, seguido de todos los
trámites. Son peleas que pueden durar semanas y hasta meses.
Nicolás recuerda la más jodida de todas, donde vio la
corrupción en vivo y en directo. La policía acusaba a un chico de su barrio de
robar una moto.
-El comisario me llamó preguntando: “¿Usted es el abogado? Ah, ¿y la familia es pudiente?”. Es decir, preguntaba si tenían ingresos. Querían efectivo para arreglar el allanamiento.
Pretendían ir al domicilio del muchacho pero sin entrar, hacer el allanamiento en la puerta y ponerle “negativo”, que no se ha encontrado nada.
El abogado Nicolás le contesta que lo hagan tranquilos, que
su pibe nada tenía que ver con el asunto.
(Y recuerda una paradoja de la vida, cuando estaba del otro lado, arreglando para zafar de la cana y así lo largaran. Pega una sonrisa de costado, irónica)
Estuvieron treinta días tratando de inculpar a su cliente, tras no llegar al acuerdo de las treinta lucas que querían para dejarlo en paz.
Mucho por hacer
Le pregunto por las cosas que le preocupan del barrio y
contesta que la pasta base es una. Que está trabajando para poder hacer algo
con los transas que, si bien están arreglados con la policía, no pierde la fe.
Que hoy en día, desde su posición, como abogado y militante, trata de contar su
experiencia, apuntando a la inclusión pero, más importante, a la integración.
Para que a la hora de que un chico o quien sea, considere un camino, tenga
varias opciones.
Él, quien en su momento
no tuvo mucho para elegir, hoy pelea para que sí lo haya.
Decide dar vuelta la página, pero siempre recordando lo que "escribió" en las anteriores. Porque puede contarla, y porque los muchachos del barrio de Tolosa -y más allá- podrán ver a un hombre que no toca de oído la guitarrita; sufrió todo lo que ellos podrían sufrir o han sufrido. Soportó el maltrato institucional pero también la espalda de la sociedad. Podría seguir siendo "invisible", pero decidió pelearla llevando consigo dos armas fundamentales: la del Derecho para pelear en la Justicia y la de la calle, que bien la ha pateado.
Decide dar vuelta la página, pero siempre recordando lo que "escribió" en las anteriores. Porque puede contarla, y porque los muchachos del barrio de Tolosa -y más allá- podrán ver a un hombre que no toca de oído la guitarrita; sufrió todo lo que ellos podrían sufrir o han sufrido. Soportó el maltrato institucional pero también la espalda de la sociedad. Podría seguir siendo "invisible", pero decidió pelearla llevando consigo dos armas fundamentales: la del Derecho para pelear en la Justicia y la de la calle, que bien la ha pateado.


