domingo, 25 de mayo de 2014

Pelea al sistema desde el sistema

Ruido y trajes

Mientras espero unos minutos debajo del edificio  –en la insoportable esquina de Libertador y Ramos Mejía, Retiro-, prácticamente sin data y sólo con esa corazonada que viene de vez en cuando, al estar por conocer a un personaje poco común en esta miseria de mundo, empiezo a dudar sobre mis intuiciones, pero después sabría que vuelvo a dar en el blanco: Nicolás Alfredo Rojas por fin llega, con un caminar humilde, y nos damos la mano. Es bajito, morocho y algo duro. Tiene treinta y cuatro años pero parece varios menos.  Una cordialidad que me hace acordar a la gente del norte del país; pocas palabras, muchos gestos. Sonrisa timidona. Creía que iríamos a un café a conversar, pero me palmea y me dice “vení, entrá”. Hacía añares que no pasaba por una puerta giratoria. Él siempre, como buen anfitrión, está dejándome pasar adelante, indicándome por dónde ir. Subimos unas escaleras y por fin estamos en su piso, creo que fueron tres. Una señora de limpieza hace un chiste algo atrevido en un pasillo como en construcción y, cuando se desvanece el efecto de la frase de la tipa, nos encontramos en las oficinas, colmadas de cuadros de Evita y Cristina. Una mezcla rara de formales de traje y no tanto. Nicolás estaría en la segunda categoría; un buzo y un jean. Quiero mirar más pero ya estamos en su despacho. Es amplio y hay olor a papel, que han dejado las pilas de informes y vaya a saber qué. Y, cada tanto, vendría alguno pidiendo permiso y dejando otro pilón. Él me invita a ponerme cómodo y despeja algunas cosas que están en el escritorio.
El pibe se relaja en su asiento y por fin nos miramos a los ojos. Tiene la mirada rojiza, marca de años de bronca y tristeza, pero también de surtirse en el ring de la vida por los que menos tienen. Aún en los temas más difíciles que contaré luego, no cambia la manera; siempre sostendrá la misma forma de mirar. Sincero y tranquilo. Y un poco tímido.
Habla tan medido que se lo entiende perfectamente, como si no quisiera subir ni bajar un céntimo el tono. Me adelanto a decirle de qué va la charla porque no se lo había dejado claro y ya es hora de que supiera: sabía que había pasado, antes de llegar a esta oficina, por muchas situaciones en los márgenes sociales. Asiente y le pregunto si empezamos, sacando el grabador. Dice que sí, se para y cierra la puerta; las voces de los otros abogados se apagan. Pongo a grabar.
 Y entramos de lleno a su vida.

Crecer en los noventa

Cuando tenía catorce años perdió a su madre y ese hecho le dejaría un tajo en el alma. Una adolescencia prácticamente inexistente. Para muchos pibes no existe dicha etapa, se saltean, sin darse cuenta, varios escalones y el dolor los lleva de la infancia a la adultez, sin muchos recuerdos de juguetes. Algo así le pasó a Nicolás, que dice que fue muy duro crecer ahí en su barrio, Tolosa, sin madre.
En algún momento le empezó a atraer la vida peligrosa; la adicción a la adrenalina y el poder en sus manos: revólver empuñado en algún lugar donde hubiera unos mangos, su grito, sus órdenes; el dueño de la situación, siempre y cuando no lo agarrara la cana. Y el gusto particular por lo ajeno.
La sociedad parece estar atontada de cuentos sobre el bien y el mal. Existe la adicción a las drogas, al alcohol y al juego. Sin embargo, y cada vez más, pareciera que el que roba en este maldito planeta empresarial dedicado a consumir y vender, merece ser abandonado en un cuarto húmedo y sombrío por unos años, a base de golpes y verdugueadas. ¿Cómo saldrá después? Eso parece no importar o ser un debate bastardeado porque, ¿qué pasaría si estos malandras te matan un familiar? Y ahí termina la discusión para ellos. Lo que le ocurra a esos seres en la calle y próximamente en la cárcel, no es tema de los honestos. No es adicción, es condena. Y por una cartera, como tanto han debatido, la pena de muerte.
Y Nicolás no fue la excepción: los días de no dormir pensando en el próximo golpe y en el siguiente, con el corazón saltando en su pecho, terminaron en 2004, cuando lo agarraron y en total tuvo que purgar tres años en distintas Unidades.
Lo que no sabía, es que su vida iba a cambiar.

Unidad 36, Magdalena

-No hay que acostumbrarse –dice respecto a las cárceles-. El primer año se sufre muchísimo. Después te va gustando el bardo. Pastillas y todo eso. Lo que más hay en la cárcel, es droga.

El vino tumbero, conocido como “Pajarito”, y las pastillas, lo hacían delirar. Le pregunto si no se quebraba por momentos en ese estado y dice que no, que simplemente lo descontrolaban y hacían que el tiempo pasara más rápido. O que ni se diera cuenta dónde estaba. O se acostumbrara y ya, que es lo peor.

Raúl es un hombre que a fines del 2013 recuperó la libertad y está por recibirse, también como abogado. Estuvo casi veinte años preso y, para Nicolás, fue fundamental:

-Él me dijo “vení a estudiar; vos tenés que estar estudiando con nosotros”. Pero yo sentía que estaba traicionando a los que estaban conmigo, en el pabellón.

Estaba en uno de los pabellones que llaman “población” y no quería dejar  a sus “ranchos” que, al recordarlos, dice que fueron su familia en el encierro. Compartían mates, almuerzo, tristeza, alegría… compartían todo lo que tenían para dar. Pero Raúl insistió y los muchachos que ranchaban con él, le dieron su apoyo. El más grande de todos le dijo:
-Nico, esto es superficial, dura lo que dura. Mañana rompen el pabellón y qué vas a hacer… Si tenés la posibilidad de estar mejor, andate para ahí.

Y así se fue y comenzaron, junto a Raúl y otros muchachos que recuerda con mucho cariño, a armar el Pabellón Universitario.
Pasó el tiempo leyendo a los chapazos y pensó que la justicia tendría en cuenta su prepotencia volcada en el estudio; ya tenía el secundario completo, había rendido algunas materias de derecho y no armaba líos.
Pero no le regalarían absolutamente nada.

-Cuando tomás contacto con la educación, te cambia mucho. Porque al tener un pabellón donde puedas estudiar y aprender tus derechos, a ellos les generás un conflicto. Vos conocés tus derechos y entonces los hacés valer. Y por eso siempre te ponen uno, dos o tres “secuaces” de ellos para que te rompan el pabellón. El servicio penitenciaro los tira ahí para que tengan conflictos con los que más mantienen el orden. Y así de ser un Pabellón Universitario pasa a ser uno de “Población”.

Ocurrió que Miguel –uno de los presos del “Universitario”, en la actualidad recibido como abogado- junto a Nicolás ganaron los sábados a la tarde para salir a estudiar. Tuvieron que pelearla pero al fin lo consiguieron.
Uno de esos sábados en los que tenían que salir, un guardia que estaba a cargo se negó a darles permiso. Miguel lo enfrentó con respeto y, al rato, el yuta cede a dientes apretados. Pero cuando todos estaban por fin yéndose, el mismo guardia, junto a otros, empiezaron a provocan a Miguel. Nicolás se solidariza con su compañero y todo queda ahí.
Se van.

Al regresar le dicen a Miguel:
-No, vos a Control.

La sala de Control queda en el medio de toda la Unidad 36, para ver todo lo que pasa en una vista panóptica. Miguel no venía, tardaba y el pibe pregunta por él:

-¿Qué pasa con Miguel?
-Le duele la muela, va a Sanidad –responde un guardia.

Cuando va a verlo, estaban meta paloteo al pibe entre varios ratis que se la habían jurado, preparado. Cuatro o Cinco. Nicolás, sin dudarlo, salta a defenderlo. Paliza para ambos.
Traslado a la noche hacia la Unidad 29, en Melchor Romero. Nido de ratas más inhumano que haya visto nuestro protagonista.



Sí, che, esto ocurre en Argentina

La nefasta Unidad 29.
Un depósito asqueroso, sin luz las veinticuatro horas. Agua que se tomaba directamente de la letrina. Como desayuno, mate cocido servido por ensañados y sucios, ya tibio o frío. Mientras más frío, mejor. Y acompañado de un pancito miserable.

Allí se vive “engomado”, es decir en una celda y sin recreos. En constante castigo. El entretenimiento era el siguiente: “Telefonitos”, le llamaban a los agujeros en las paredes para comunicarse con los demás presos. “¿Eh, alguno de por ahí es de La Plata?”. Y a mirar hasta lo que no hay en las cuatro paredes. A sacarle todo el cine posible a esas paredes húmedas hasta que por fin llegaba el sueño.
¡Y vaya a saber qué se soñaba con tanta floreciente realidad!

Estudiaba y estudiaba. Hacía algo de ejercicio. Mantenía el bocho ocupado. Y para compartir ciertas cosas con los presos, como por ejemplo leche, que le llaman “vaca rayada”, desde la celda -pongámosle- “40” hacia la “2”, por una soga. La famosa “paloma” hacía su viaje y había que cuidarse si alguno quería adueñársela antes del destino. Y eso era motivo de una pelea abierta.
(Hoy en día, por exceso de muertes por distintas cuestiones, esta Unidad ya no existe, pero es parte de una historia cruel)

El Guardián

Había una persona que siempre se interesó en él. Una persona importante en la actualidad del país. Fue Juan Escatolini, ex preso político durante la dictadura.
Cuando lo conoció, Juan era funcionario del Ministerio de Justicia, y se sorprendía al ver cómo trataba hasta a los reos más temidos. Tanto, que se preguntaba por qué. Una vez, Nicolás debía rendir y, entre tanta burocracia y maltrato, no le apuraban el trámite. Telefoneó al funcionario y éste se lo resolvió al instante.
Una excepción.
-Cumplía su función. Caía a las Cuatro de la mañana a una Unidad para ver qué comían los presos. Entraba a la cocina y preguntaba: “¿Y dónde están los cortes finos?”. Cada vez que llegaba a la Unidad, había una revolución. Limpiaban todo, comíamos bien –cuenta.
Un día preguntó por Nicolás y no lo podía encontrar. Estaba, justamente, en esa mugrosa Unidad 29, de la que fue trasladado y, cuatro meses después, recuperó la libertad.


En medio de la charla…

El teléfono suena.
Por momento, lo vuelve a la actualidad de la oficina. Hace dos años que está y todavía no se acostumbra al espantoso ruidaje de Retiro y la locura de los trajeados. Dice que le gusta más estar por Tolosa, con los suyos.
Cuelga. Vuelve a meterse en ese mundo de los recuerdos. ¿Dolor? ¿Tristeza? Su mirada, como dije al principio, no cambia.

Eso que llaman Libertad

En 2007, sale en libertad. Eso que llaman Libertad… para los que tienen un buen fajo de billetes.
No fue fácil. No lo es para nadie.
Si bien lo han ayudado y ha estudiado, no es lo suficiente para olvidar toda una vida llena de adrenalina y adicción. Además, adentro muchos salen “perfeccionados” en el delito.
Primero buscó compañeros y empezó a planear el “laburo”. Pero la policía, apenas salen los reos, es la primera en enterarse. Y uno de ellos, antigua víctima en uno de los robos de Nicolás, se la tenía jurada. Y lo siguió. Le hizo la inteligencia y  lo agarraron por una estafa. Estuvo sólo una noche preso: los policías cometieron el error de pasarse de jurisdicción y volvió a salir.

Pero el policía, ex víctima de sus delitos, le advirtió:

-Más vale que agarres tus cosas y te vayas. No te quiero ni ver. Tomate el palo.

Nicolás fue a abrazar a su familia, hizo el bolso y se fue por unas semanas.

(Unos años después, se lo cruzaría como abogado, en un pasillo, se mirarían a los ojos con rencor y cada uno seguiría en lo suyo)

Fue la última vez que cometió un delito.


El militante

Juan Escatolini nunca olvidó a Nicolás.
Al poco tiempo de su libertad, lo invitó a asados y a varias movidas que hacían con Movimiento Evita, que tomaba como una aventura más, pero nunca más dejó la militancia.

-Juan me invitó a una movilización, un Campamento Nacional. Me acuerdo que al principio yo me escondía detrás de la bandera, más o menos. No quería saber nada. “¿Cómo este pibe está allá arriba? Pibe chorro, en un acto”, pensarían. No, no quería saber nada. Cantaban la marcha y yo, NADA. Pero en el Campamento se leyeron documentos, fuimos a los barrios a hacer militancia territorial… ¡Volví transformado! Para mí la política, como a la mayoría de los jóvenes, era mala palabra. Y ahí entendí. Me aferré a la militancia y a mi familia. Que son cosas que en los 90 se perdieron.

Recuerda una discusión con su hermana, en la que le dijo que iba a ser Radical de grande. Estallamos de risa.

En 2009, en la casa de su padre en Tolosa fundó “Copa de leche”, un centro de ayuda vecinal para niños.
Pero tampoco fue fácil. Las madres no querían dejar a sus chicos con un “delincuente y drogadicto”. Pero Nicolás le metió tanto empeño que esas mismas señoras, terminaron amasando junto a él.
Además, las distintas actividades, como la murga “Rompiendo el silencio”, donde los pibes en vez de estar pensando en conseguir un fierro y salir a asaltar, están entretenidos bailando y tocando el redoblante y los bombos. También las Jornadas de fútbol infantil y ha laburado en distintas cárceles. Y un tema que no se puede pasar por alto: la ayuda que todos aportaron tras la terrible inundación, hace un año en La Plata, por sus pagos, justamente. Con botes salían a rescatar, ellos, los que siempre fueron bastardeados; se juntaron todos los pibes del barrio en una movilización que muchos militantes de café ni siquiera podrían asomárseles. Ni en movilización, ni tampoco en solidaridad, en un país tan acostumbrado a la caridad.
Pero ese es otro tema.


El abogado, día a día

Ya recibido, y con tanta militancia encima, tiene un pensamiento:

-Mi profesión es el eslabón entre el vecino y la justicia. Y para mí, no está dado eso en los barrios. El abogado debería tener una función en el día a día.

Los vecinos suelen ir a consultarles por cuestiones laborales, accidentes, discriminación… y de ahí derivan con algún colega más especializado en el tema o avanzan (con sus compañeros de profesión).

Causas perdidas

Así apodó su ya amigo Juan Escatolini a las causas que la sociedad le da la espalda, causas de las que nadie se ocupa. Una pelea contra el sistema desde el sistema.
Por ejemplo: cuando le sacaron a los carreros el caballo y fueron a protestar a la puerta de la Fiscalía, seguido de todos los trámites. Son peleas que pueden durar semanas y hasta meses.
Nicolás recuerda la más jodida de todas, donde vio la corrupción en vivo y en directo. La policía acusaba a un chico de su barrio de robar una moto.

-El comisario me llamó preguntando: “¿Usted es el abogado? Ah, ¿y la familia es pudiente?”. Es decir, preguntaba si tenían ingresos. Querían efectivo para arreglar el allanamiento.

Pretendían ir al domicilio del muchacho pero sin entrar, hacer el allanamiento en la puerta y ponerle “negativo”, que no se ha encontrado nada.
El abogado Nicolás le contesta que lo hagan tranquilos, que su pibe nada tenía que ver con el asunto.

(Y recuerda una paradoja de la vida, cuando estaba del otro lado, arreglando para zafar de la cana y así lo largaran. Pega una sonrisa de costado, irónica)

Estuvieron treinta días tratando de inculpar a su cliente, tras no llegar al acuerdo de las treinta lucas que querían para dejarlo en paz.



Mucho por hacer

Le pregunto por las cosas que le preocupan del barrio y contesta que la pasta base es una. Que está trabajando para poder hacer algo con los transas que, si bien están arreglados con la policía, no pierde la fe. Que hoy en día, desde su posición, como abogado y militante, trata de contar su experiencia, apuntando a la inclusión pero, más importante, a la integración. Para que a la hora de que un chico o quien sea, considere un camino, tenga varias opciones.
 Él, quien en su momento no tuvo mucho para elegir, hoy pelea para que sí lo haya.

Decide dar vuelta la página, pero siempre recordando lo que "escribió" en las anteriores. Porque puede contarla, y porque los muchachos del barrio de Tolosa -y más allá- podrán ver a un hombre que no toca de oído la guitarrita; sufrió todo lo que ellos podrían sufrir o han sufrido. Soportó el maltrato institucional pero también la espalda de la sociedad. Podría seguir siendo "invisible", pero decidió pelearla llevando consigo dos armas fundamentales: la del Derecho para pelear en la Justicia y la de la calle, que bien la ha pateado.








sábado, 17 de mayo de 2014

CAFETINES



Todavía, en un lugar del mundo

En la esquina de Caseros y Castro Barros hay un cafetín que, ya sin entrar, a uno le vienen ganas de rajar a otra época, especialmente si es la tarde noche de un día de semana, donde las bocinas y las luces de las sirenas aturden y enceguecen el alma. Uno lo ve y piensa: “Me voy a refugiar del mundo de hoy en este antro de ayer”. Y no se salva del mundo; adentro conviven obreros, ladrones, policías, muchachos y pibas que uno no sabe bien qué les esperará en la vida. Y alguna vez noté alguna prostituta. Con esto no me refiero a que el cafetín es un sucucho donde van a parar los desdichados, expulsados y miserables de la ciudad. No. No sólo no es un sucucho: paso, entro, me pongo en una mesita al lado de la ventana y pienso que es un palacio. Más lujoso que un palacio y todo el bronce lustrado que ahí pueda haber. El olor a café, las pocas luces y la sencillez del lugar, relajan. Entonces el policía deja de vigilantear al ladrón, el ladrón deja de mirar al cana con asco, el obrero deja de indignarse con las corrupciones de ambos y las parejas dejan de pensar en sus diferencias y hasta abandonan el telefonito en sus bolsillos. Hay un respeto que no hace falta aclarar. Ante el primer desubicado que se pusiera a hacer escándalo, habría no un reproche del mozo, sino las miradas de todo un lugar.
Roberto Goyeneche, sobre Aníbal Troilo: “El Gordo me decía: ‘Hay que contarle al público; no cantarle. De cantar se encarga la orquesta.’ Pichuco me enseñó a cantar las comas, los puntos; a no acentuar equivocado… “.  Escuchando la interpretación del Polaco en tangos como Melodía de arrabal o Volvió una noche, me pongo a pensar que este cantor supera a la música y uno lo escucha leyéndolo. Goyeneche es literatura pura, sutil, meticulosa como la pluma de Borges o Sarmiento. Y dirá algún inoportuno: “El tango es Arltiano más que Borgeano, ¿y qué tendrá que ver el conservador de Sarmiento?”. Bien, no hace falta más que leer el principio, sólo el prinicipio del Facundo para corroborar que nada tiene que ver ser o no un conserva, sino un gran contador en el arte de las puntuaciones. Y eso hace Goyeneche cuando le  bate al público: “Mentira, mentira, / yo quise decirle, / las horas que pasan ya no vuelven más…”. Imposible, aún sabiendo la versión de memoria, seguirle el ritmo. Entonces uno está obligado a escucharlo sin cantar junto a él. Y volverlo a escuchar, hasta llegar a leerlo.
Al Polaco se lo lee, no se lo escucha. Y eso hacen los cafetines como el de Castro Barros o el de la calle Constitución, a cuadras de la querida plaza Martín Fierro, que fue escenario en una escena de la película El secreto de sus ojos. Este otro café, abandonado pero vivo. Nunca me atreví a entrar, y ahora se me viene a la cabeza “Bajo la quieta luz de un farol”, como la canta esa “garganta con arena”, con esa rapidez por lo común, algo que está ahí y ya. Algo bien suyo pero intocable.
 Así que dejémoslo ahí.

Como si nunca…

Béliz –llamémoslo así- en la adolescencia era un clásico atorrante. Robaba primero bicicletas, más tarde a mano armada; peleaba con los pequeños reos del otro bando y con los suyos también. Le encantaba jugar a romperse la cara con alguno que lo mirara de costado o le dijera cualquier atento a su moral. Lo conocí cuando en la otra cuadra del café, había un kiosco con metegol. Ahí se ponía  jugar con los suyos y tenía la graciosa manía de comer de una bolsa de alimentos para perro. Cuando uno lo quería embromar, él agarraba otro puñado y se lo morfaba de a poquito. Siempre nos mirábamos con respeto, hasta que una noche me senté cerca de él y empezamos algo parecido a una amistad, que no duró muchos años. Ahora tiene el cuerpo marcado de gimnasio, la cara algo erosionada por las mañanas eternas de sus días y leves ojeras que le dejaron las drogas (por frecuentarlas de temprana edad). Me dice que “ya no la hace más”, y le creo. Está tranquilo con su noviecita, una mina de barrio que se ríe todo el tiempo al imaginar, seguramente, cómo estos dos personajes tan distintos alguna vez fuimos similares. Toman jugo exprimido y un cortado. Me invitaron a sentarme y, como suelo andar solo, no pude decir que no. Tampoco quería pensar en una excusa.
Charlamos de cosas que no tienen mucho sentido o diplomacias en general; “Se te ve bien”, “¿Qué anduviste haciendo todo este tiempo?” y otros lugares comunes. No me parece preguntarle si todavía ve a los otros, no quiero saberlo y casi no salvo ya a vagar por sus mismas cuadras. Sin embargo, acá estamos, como si nada hubiera pasado, como si a mí no me hubiera tirado del ring nunca la vida y como si él todavía jugara a partirle la jeta a algún infeliz.
-Disculpen, me voy a leer un rato.
-Dale, Lucas. ¡A ver cuándo nos juntamos!
Digo que sí, no queda otra. No en ese café y enfrente de su mujer. Pienso: “Ahora tengo prontuario de demagogo”.

Ayuda en el nuevo mundo

Panza (con él no hace falta disfrazar nombre, por lo que contaré ahora y porque nunca –creo- estuvo en la ilegalidad) tiene un taller en el barrio. Y es, como su apellido, panzón, robusto, de piel apenas más clara que el café que se pidió y vestimenta descuidada. No está vestido de taller esta tarde en que lo vi. Me saluda y me agradece por la ayuda del otro día en el locutorio, en el que le di una mano para buscar a su hija. No fue una tarea fácil, Panza nunca en su vida había tocado una computadora, ergo, había que hacer un mail y luego un Facebook.  Pero lo más loco para un pibe de ahora como el que escribe: usar el mouse, el teclado. Explicar todo de cero. Estuvimos algo así como una hora, fracasando en el intento, ya que nunca encontramos a su hija y él no volverá a usar esa cuenta, me dijo, no pudo acordarse lo aprendido.
Con él conversamos en el pool, parados cerca de su mesa, me invita a jugar y le digo que no, que me aburre y no soy muy bueno, que no es un buen día para pasar papelones. Me cuenta que suele jugar con un policía, amigo suyo. Le cambio de tema diciéndole algo que a él le parece extraño, por lo común. Una paradoja de la vida:
-Qué lindo, ¿no? Qué lindo irse de todo esto –y miro afuera, a través del ventanal-. Vos te quejabas de no saber usar la máquina, pero mejor, tendrían que haber más lugares así como éste, pero es tarde, quedan pocos y van a quedar menos.
Me palmea, se ríe y me siento un desquiciado. Panza nunca abandonó los cafetines y su taller. Nunca, hasta hace unos días, tuvo la necesidad de contactarse con gente por internet. Ni siquiera tiene celular. Ni siquiera el viejísimo Nokia que yo tengo. Este lugar, es todo suyo. Bien suyo. Gente diferente, de distintos palos, que ahora me comenta, los conoce a todos cuando le pregunto del cana al que le ganó y, según él, tiene de hijo. Se contradice en decir que odia a los chorros pero es amigo de varios ladrones que vienen acá. M pregunta a qué me dedico, le digo que me gusta escribir y vuelve a reírse, como si nunca, en ese lugar, alguien le hubiera dicho eso. Como si el café mismo fuera, como Goyeneche, la literatura.

Un día felizmente solo

Entro.
Está algo vacío el lugar, lo supe desde la calle, pispeando; si había alguien, seguía de largo. Ninguna cara conocida. Esta vez quiero disfrutar de la magia que me causa estar en esta cueva arrabalera.  Voy hacia el fondo, donde me suelo poner a anotar en el cuaderno lo que miro desde la ventana. Imagino algunas situaciones y me invade. Miro a dos pesados e imagino que uno es el tira que suele jugar con Panza al pool. Entran y me río. Si estuviera en otro bar, posiblemente todo me perezca horrible. Ellos allá, yo acá.
Cada uno en lo suyo.
Lo que pasa afuera, desde adentro, parece y tal vez sea, una mentira para masacrarnos.