"La odio con toda
la fuerza de mi alma
y es tan fuerte mi odio
como fue mi amor"
Del tango Rencor (1932, Luis César Amadori)
Del tango Rencor (1932, Luis César Amadori)
El exilio
Después de un año sin siquiera leer una obra de teatro, por
conversaciones con algunos actores y frecuentadores en sí de este arte, decidí
volver.
Había sido expulsado, por razones que aún desconozco, de un
taller de dramaturgia. Mi entusiasmo hurgaba lugares tan intensos que, al
llegar a la casa de esta persona para cursar, me limitaba a escuchar y realizar los
ejercicios en cuestión. Cuaderno, birome y calladito la boca hasta el momento
en que debía decir algo al respecto, que tuviera que ver con lo que Ene
(llamémoslo/a así, no hace falta volverse alcahuete) proponía. Ni opiniones ni chistes. Nunca tuve límites,
pero esta vez me dije “nada de relacionarse, acá se viene a aprender”. Había
creado un alumno y un profesor en mi cabecita. Un profesor bastante severo y un
alumno de primera fila con el pelo engominado y prolijo, y los ojos puestos en el pizarrón. No costaba, puesto que tenía casi una hora de
viaje en colectivo, pensando, riéndome solo como un loco de la guerra, gritando
en mis adentros mientras miraba sin ver el paisaje a través de la ventanilla de
mi querido Buenos Aires. Sólo me detenía a melancolear cuando el bondi agarraba
un empedrado. Siempre fui sensible a los empedrados, especialmente con el ruido
de la goma arrasando en éstos. Con ese temblor, recuerdo mi adolescencia en la
calle Querandíes (Almagro) y todas las farras que se armaban en esa cuadra, hoy
invadida de soledad. Parece mentira, pero la fiesta se terminó.
Los ejercicios me abrían la cabeza; Ene sabía lo que hacía.
Nos hacía, por ejemplo, observar el comedor
para luego anotar una escena ahí. O un escenario, algo que pudo haber
pasado en ese mismo lugar años atrás, cuando no era la casa de esta persona.
Puedo decir que tenía un poder de concentración importante. Hace poco, con
dolor, veía los ejercicios y me dije “qué bien, me lucí un poco”. Algo extraño;
suelo querer quemar las cosas que escribo en el pasado a las chapas. Pero
termino guardándolas para mostrárselas a algún amigo y así decirle con una
cínica sonrisa: “Mirá, viejo, mirá qué porquerías que escribía, qué desgraciado
que soy”.
Todo terminó en una
mañana lluviosa. Había llegado un poco tarde y de inmediato sentí las miradas
clavadas en mí. “Dejate de joder, no seas paranoico, acá sólo viniste a
aprender”, me decía y repetí mientras colgaba la campera, saludaba y los miraba
de reojo para descifrar algún desdén. Me senté y me dispuse a escuchar las
escenas de las posibles obras de los demás. Buenas, malas, interesantes. Hubo
de todo. Y me tocó a mí. Leí olvidándome lo que había pasado al entrar. Leí
olvidándome del mundo, concentrado en eso que había creado. Terminé, críticas
de los demás y el turno de Ene. Fue un tanto duro/a, eso me gustó. Me gusta que
sean duros conmigo cuando de arte se trata. Pero cuando quería explicarle lo
que quería hacer (ya que no era algo terminado, sino una “maqueta”), me
repetía:
-La obra sabe más que el autor.
Estuve de acuerdo. Muy de acuerdo, pero no me dejaba hablar.
En un momento la voz de una persona quería ser más fuerte que la otra y me
condenó a modo amenaza o llamémosle cachetazo, para que me portara bien:
-Si no te gusta, de onda te digo, no vengas más.
“De onda”… esas dos palabras resonaban como balazos en mi
cabeza. Me quise ir pero no tenía dónde ir. No era una buena mañana para
perderse en las calles, estaba lloviendo y por esos lares está repleto de
gente, siempre fui fóbico a las multitudes. Así que me calmé y traté de
explicarle que tenía en cuenta lo que me decía, pero que escuchara que quería
hacer cierta cuestión. Y me volvió a decir:
-De onda te digo, Lucas, si no te gusta, no vengas más. La
obra sabe más que el autor…
No dije ni una sola palabra más. Lo que faltó para que
terminase todo, para que no volviera a ver nunca más a esas personas de la
vergüenza, fue eterno como poner una semilla y sentarse a ver que algo pasara.
Que un árbol creciera. La impaciencia me hizo transpirar, tocarme la cara. Me
puse en un estado detestable. Ene nos había mandado una obra para que leyéramos
en nuestras casas. Una obra genial que me moría, en el colectivo, por comentar
algunos puntos. Pero ni siquiera me pidió opinión.
Por mucho tiempo, tuve odio a todo aquel que tuviera algo
que ver con el teatro. Un odio irreconciliable los primeros meses. Pero el odio
se transformó en amor. Y vencí a mis fantasmas cuando volví a ver a esa persona
que me había echado a patadas del arte de la expresión. Hubo un momento tenso,
pero me arrepentí y decidí dejar las cosas bien. Le regalé mi novela (que vaya
a saber qué hizo con ella), me felicitó y me fui, prometiendo escribir buenas
obras y dejar el resentimiento de lado. A las semanas le escribí para saber el
motivo de su enojo aquella vez.
Jamás me contestó.
Volver
Un tocayo amigo fue esencial para que me dejara de
mariconeadas. Se mataba de risa cuando le contaba mis motivos de porqué no
había continuado escribiendo las obras que hacía un año, dejé a medias. Dijo
que me presentaría algunas personas, que terminara de escribir lo que tenía y
fuera a ver ciertas obras, que aprovechara que estaba en Buenos Aires, que
aprovechara todo lo que había.
Dije que sí pero por dentro era no, no y no. Nada de
actores, nada de dramaturgos, nada de directores. Nada de gente del teatro. Los
odio a todos. Un odio, ahora lo veo, absurdo.
Hace unos días, mientras leía una página de Roberto Arlt,
aprovechando el ocio que da el no cumplir una rutina por el momento, “vagando”,
me topé con una obra que prometía, al menos estéticamente: “Como si fuera un
crimen”, de Alfredo Martín, adaptación de un cuento de Arlt, “Tarde de
domingo”. Yo había usado el título de ese cuento para una ironía en algo que
había escrito, donde el personaje se metía en el fango. Justamente, el relato
de Don Roberto también era sobre un hombre que estaba mandándose al espesor negro de la vida, con
una sonrisa dolorosa. Me pareció una linda casualidad. La que buscaba para
volver, ya sin la frente marchita.
Pero vamos por partes.
Ironías de la vida
Primero vi las fotos. Estética de aquellos tiempos, fiel al
cuento. Pelo engominado en los dos actores, peinados antiguos en las dos actrices. Vestimenta discreta.
Iluminación como faroles de luz amarilla. Yo me mando.
Quedaba a sólo unas cuadras de mi casa. Al salir, había
mucho viento, miré hacia arriba y algo del pasado me golpeó. Podía oler la
lluvia. Pero no me puede agarrar justo hoy la lluvia, justo hoy que vuelvo a
ver una obra, me dije. Me había olvidado algo, así que subí las escaleras de mi
edificio corriendo. Al volver a la calle, lloviznaba. Pensé en cancelar, pero
me esperaba mi tocayo.
Caminé con mufa todas las cuadras. Pensando que no era la
noche. Algo me iba a molestar e iba a terminar a los golpes todo. Las cuadras
pasaban y seguía pensando con violencia, ¿cómo podía ser tan cínica la vida?
Llego al teatro y saludo a mi amigo. Adentro, la humedad me
hacía transpirar, también los nervios, ya que había mucha gente de apariencia
correcta. Me quejé de todo lo que pude y mi compañero de noche carcajeaba ante
mi mente sucia y desgraciada:
-Esta gente es demasiado discreta –le dije.
Volvió a reírse y lamenté no haber comprado algo para tomar.
Llegó la hora en que todos quieren ponerse primero para ingresar a la sala,
justo vi el bidón de agua: nunca tardó tanto en llenarse un vaso, el agua casi
que goteaba en vez de expulsar un correcto chorro para que la cuestión de
llenara. El pibe me apuraba mientras le cortaban la entrada como diciendo
“infeliz, nos coparon los mejores lugares”. Lo miré como diciendo ¡No ves que
esta máquina es un chiste que me están haciendo!
Por suerte, tuvimos buenos lugares. Casi, casi nos primerea
una pareja. Me senté, abaniqué un pedazo de cartón para tirar aire en la jeta y
omé mi vaso de agua de un saque. Pensé en volver a llenarlo pero la chica ya
había anunciado que apagasen los celulares.
Y cerró la puerta.
Un té venenoso
Antes de la entrada, nos habían dado un té en sobre. El
papelito de cubría el saquito tenía un dibujo con la cara de Roberto Arlt. Me
lo guardé en el bolsillo. Me pareció extraño, no me acordaba que todo se debía
a una invitación para tomar un té infiel, hasta que comenzó la obra.
Presentación de los personajes. Un Eugenio Karl
(protagonista del cuento, interpretado en la obra por Mariano Scovenna) con
pantalón de vestir y saco marrón; el pelo
algo ondulado con gomina y una mirada y sonrisa llena de tragedia que se
pasa de rosca. Un ser trágico que asimila la oscuridad de su alma. Guillermo
Ferraro es el encargado de los monólogos en la cabeza de Eugenio, también es Juan,
el marido de la mujer que le propone ir a la casa a tomar un té a Karl,
Leonilda. Esto descoloca al principio, después uno entiende a qué va esta voz
torturadora. Su “fantasma” y el de la obra en sí junto a Daniela Salama
Fernández, que es la ex esposa del protagonista. Brillantes ambos.
Los dos hombres
parecen ser las dos caras de Roberto Arlt: bastante altos, pelo hacia atrás, de
un cráneo grandote, una figura en buena forma y espalda amplia. Eugenio tiene
la cara perdida en la negrura, de pesimismo aceptado, casi cómico. Juan, en
cambio, no pierde en ningún momento la seriedad. En los momentos de silencio en
que sólo observa la obra, está mirando fijo con la frente fruncida para dar
sombra a sus ojos. Es, a mi entender, el espíritu del escenario. El narrador. Hace
del afectado, pero también del que escribió todo este mundo. La cara de la
obra.
Diálogos muy fieles a
al cuento, excepto en algunas palabras que son demasiado formales y se han
cambiado. Un acierto.
Leonilda (Natalia Vozzi) es una mujer que no tiene nada que
perder. Se topa con Eugenio ese domingo por la tarde y, sin escrúpulos, le dice
que su marido (Juan) no está en casa, y le propone:
-¿Quiere venir a tomar el té conmigo?
Y ante las vueltas del tipo, dobla la apuesta y mientras,
las voces de Juan y la ex esposa de Eugenio empiezan a atormentar y narrar las
mentes sucias de estos dos seres humanos.
La obra continúa y ya no me seco la cara, me olvido de
abanicarme con el cartoncito. Por un momento estaba perdido, no sabía qué eran
esas voces detrás de los protagonistas, pero al rato uno se acostumbra y se mete
de lleno en esa miserable tarde de domingo. Y vuelvo a reírme, en silencio.
Estoy sentado donde casi nadie puede verme, entonces puedo permitirme subir los
cachetes cuando me acuerdo el momento en el que no sabía por qué me estaban
dando un té con la cara de Arlt y ahora entiendo todo: Don Roberto golpea como
el amor, como el odio más puro, el de un niño con cuerpo de hombre que ya no
sabe qué es el bien y qué el mal. Que está tan envuelto en esa terrible y
dolorosa angustia existencial que sólo le toca reírse e inventar este tipo de
cosas… una tarde de domingo, la invitación a tomar el té. La traición de
Eugenio a Juan (son amigos) que no llega a concretarse por un cinismo que
traspasa el deseo. Y la voz de Samala Fernández, la voz de la mujer que ha dejado
sin nada a un hombre resignado al fracaso. O que pudo salvarlo y se ha rendido
a la carcajada de la tempestad.
Los cuatro actores estuvieron muy bien y la adaptación de
Alfredo Martín me pareció maravillosa. No me gusta criticar punto por punto
(para bien o mal) una obra cuando ésta hizo olvidarme del mundo y llevarme a
los años ¿30?, Saliendo del teatro de Boedo con ganas de llegar a una mesa y
charlar con mi amigo lo lindo que fue volver para no irse de este hermoso arte.
